SHOSTAKOVICH. VALS N.o 2 DE LA SUITE PARA ORQUESTA DE VARIEDADES (1956)
Dmitri Shostakovich (1906-1975) escribió la Suite para orquesta de variedades durante un tiempo en el que experimentaba con formas musicales ligeras y accesibles, a menudo criticadas por las autoridades soviéticas. En este sentido, el Vals n.o 2, si se compara con su producción de sinfonías, puede ser injustamente catalogado como una pieza menor. No obstante, tras la buena acogida del estreno moscovita, seríamos testigos años después del aumento considerable de su popularidad gracias al cine. Hablamos de la secuencia de apertura del filme Eyes Wide Shut (S. Kubrick, 1999). De hecho, a lo largo del tiempo, la pieza ha sido interpretada en numerosos conciertos y eventos, ganando popularidad tanto dentro como fuera del ámbito clásico, trascendiendo sus límites para utilizarse en diversos medios, desde películas hasta anuncios y programas de televisión. Por otra parte —en esto no es casual el año de estreno—, ofrece una sonoridad y estilo empleado principalmente en el neorrealismo italiano, con lo cual encontramos similitudes entre el Shostakovich “ligero y accesible” y el Nino Rota de Fellini. Aquí, el característico timbre del saxofón solista juega un papel fundamental.
La pieza, dentro de la estructura clásica del vals, ofrece líneas melódicas suaves y evocadoras que establecen una atmósfera melancólica, llena de elegancia, profundidad emocional —quizá sea esto lo que más conecta con el público— y frases claras para el segundo tema más amplio y solemne. El Vals n.o 2 se ha convertido en una de las obras más conocidas y queridas del compositor, demostrando lo azarosa que resulta la recepción del público con el paso de los años. Ahora bien, siempre habrá curiosos que a partir de este magistral aperitivo orquestal se interesen por sus densas y complejas sinfonías.
Una de las obras más conocidas del compositor gaditano, donde confluyen el carácter popular de la tradición gitana y la puesta en forma academicista de su acabado. En este sentido, cabe señalar el proceso de revisión, abarcando un periodo de diez años y once versiones hasta presentar la remodelación definitiva (1925) que aquí nos ocupa. En ella adquiere el protagonismo la orquesta sinfónica, que mantiene, además, la naturaleza coreográfica y vocal de anteriores versiones. Asimismo, lo teatral de su estructura queda reflejado en doce escenas entrelazadas como juego expresivo del material temático. Algunas de estas han adquirido entidad propia a causa de su popularidad, es el caso de La canción del fuego fatuo, adaptada por artistas como Miles Davis o Paco de Lucía.
Hablar de Falla es remitir a una figura clave en la historia de la música española, capaz de señalar la importancia de la cultura gitana en nuestra tierra, y hacerla universal gracias a la homogeneización cultural de la plantilla sinfónica. Con él se dan la mano, y acortan distancias, la “alta tradición” musical europea y las costumbres populares de nuestra tierra.
Esta suite escrita originalmente para piano solo, e inspirada en diez pinturas y dibujos de Viktor Hartmann (1834-1873), es una de las obras más paradigmáticas del poder evocativo de lo visual en lo sonoro. Capaz de provocar una suerte de sinestesia en el oyente que tenga acceso a las imágenes que sirvieron de premisa creativa a la música. De igual forma, la naturaleza evocadora de sus diseños melódicos y armónicos llamaron poderosamente la atención del compositor Maurice Ravel (1875-1937), que realizó en 1922 la magnífica orquestación que ha popularizado la partitura. Ejemplo del tratamiento en el colorido instrumental de las secciones por separado y en conjunto, de las que Ravel era un maestro. Con lo cual, el concepto pictórico en el juego de los timbres y tesituras mantiene viva la premisa original de su creación, y podemos entender que expande las posibilidades de la obra original para piano.
Uno de sus cuadros más conocidos es la majestuosa y espectacular La Gran Puerta de Kiev que pone fin a la obra. Ahora bien, no podemos olvidar el poder evocativo de todo el conjunto, con cuadros como Gnomos o El antiguo castillo, cuyos títulos remiten a poderosas imágenes ya en sus propios títulos. Sin duda, una gran muestra del ingenio melódico, armónico e instrumental tanto de su autor como orquestador.
En el ámbito de la música sinfónica popular, la Marcha Radetsky de Johann Strauss (1825-1899) es una de las obras de cierre festivo más populares e interpretadas de los últimos tiempos. Compuesta en 1848, esta marcha se ha convertido en un clásico atemporal que sigue interpretándose en múltiples ocasiones, aunque en parte ha quedado asociada con el Concierto de Año Nuevo. Desde el punto de vista estructural, exhibe una forma clara y efectiva, cuya hábil alternancia entre secciones melódicas y rítmicas crea un flujo dinámico cercano al modelo arquetípico. La pieza comienza con una introducción majestuosa que establece el tono solemne, seguida por secciones alegres y enérgicas que transmiten un espíritu de celebración. Asimismo, hay que destacar el característico solo de caja militar, el cual marca el inicio de la pieza. He aquí uno de los elementos marcados por la tradición de la Filarmónica de Viena en el concierto para el nuevo año, pues los directores invitados suelen dar la entrada a este solo antes incluso de subir al podio. Por otra parte, es preciso destacar el brillo de los instrumentos de viento metal en la exposición de la melodía principal, cuya gracia y facilidad de recordar es un elemento central de la marcha.
La obra se convirtió en un éxito instantáneo desde su estreno el 31 de agosto de 1848, el cual tuvo lugar en un concierto al aire libre en Viena bajo la dirección del propio Strauss. Dedicada al mariscal de campo Joseph Radetsky, quien había ganado notoriedad por sus victorias militares, pronto adquirió una simbología nacional para Austria. Sin embargo, con el tiempo ha quedado asociada al Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena, el cual es difundido por televisión a nivel internacional. En resumen, la Marcha Radetsky ha perdurado a lo largo del tiempo como una pieza musical atemporal que trasciende las fronteras de la música clásica, convirtiéndose de este modo en un símbolo cultural arraigado tanto a la identidad austríaca como a los actos festivos de año nuevo a nivel mundial.
Autor de los textos: Andrés Valverde Amador